Cuento extraído del libro La merienda de las niñas, Cuadernos del Vigía, Granada, 2008
Vocación
Hay que reconocer que el que mejor folla es el fascista. El fascista te coge y te pone contra la pared sujetándote fuerte el culo, que me duran una semana las marcas de los pulgares. Le salen unos gemidos sordos, apretando los dientes, y mira directo a los ojos. Susurra “grita, grita”, y una grita sin importarle los del cuarto de al lado.
Los otros, bueno, hay de todo. El nacionalista me ata a la cama y al comunista le encanta el sesenta y nueve. Mueve bien la lengua, pero una se acaba cansando de tanta simetría. Yo prefiero dejarme hacer y concentrarme en mí misma. Soy del partido liberal.
El más divertido es el anarquista. En cualquier parte: en los baños, en el guardarropa de la recepción, en el ascensor, en los garajes… Y si estamos haciendo cola y él está detrás de mí, me baja un poco la cremallera y me toca por el lado que pega a la pared. Parece que lo que estamos es teniendo una conversación muy intensa, yo así, con los labios dentro de la boca. Después no se lava las manos.
En cuanto a mis compañeros, saben llevar el ritmo. Saben acelerar y aminorar en el momento exacto. Aminoran hasta desesperarla a una y luego, antes de darte cuenta, otra vez con la espalda retorcida. Y más acentuado el ciclo cuanto más capitalista, mi colega: un día se me queda dormido, otro día me hace sangrar.
Con el socialista y el conservador no tengo mucho contacto. Los veo pusilánimes, no sé, sin iniciativa. Sus discursos no son buenos, no convencen a nadie. En cambio, al fascista casi le aplaudo, el cabrón. Tan bien afeitado, ese mentón ancho, esa cadencia tan medida al hablar. Las mujeres de otros partidos coinciden conmigo: que es el que mejor habla y el que mejor folla.
Yo también estoy bien valorada: que soy delicada pero que no tengo pudor. Me gusta esto. Siempre he querido dedicarme a la política.
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